Él la miró durante varios segundos y sonrió.
Ya lo comprendía: había quedado preso de su mirada y enamorado de su sonrisa.
Había tenido que actuar el tiempo para que por fin lo comprendiera todo con la perspectiva que necesitaba.
Siendo sincero consigo mismo, no sabía cuándo había ocurrido. El día que decidió hablarle, su mente le había dicho que únicamente la quería como amiga; pero qué tan equivocado estaba…
Cada día que pasaban juntos, su mirada parecía atravesarle por completo. Ya no la veía con los mismos ojos. «Es sólo una amiga —se repetía—. Jamás podremos llegar a tener algo. Hay demasiados obstáculos entre nosotros».
Su orgullo interior le taladraba la mente con que él era un alma libre, que ninguna mujer podía encadenarlo. Lo que olvidaba era el poder que tiene el amor sobre una persona.
Tal vez fue la quinta vez que se vieron, o la décima llamada a la madrugada; él no sabría decirlo. Lo único que tenía claro era una cosa: ella se merecía ser feliz, y veía que a su lado lo era, y mucho.
La decisión que tomó era dura. Los miedos le asaltaban intentando que desistiera. Por encima de todos ellos se encontraba el miedo al rechazo. «¿Y si sale mal? —No tardó ni dos segundos en conocer la respuesta—. Pues por lo menos lo habrás intentado».
Las mejores cosas de la vida suceden cuando saltas a la inmensidad, aun teniendo vértigo.
La fortuna hizo que ella sintiera lo mismo por él. Se tomaron las manos y ya nunca más volvieron a dejar de apoyarse el uno al otro.